Pasan los meses, se convierten
en años y las posibilidades de que los países periféricos de la Eurozona
superen esta crisis por una vía que no sea una solución de ruptura se
alejan cada vez más del horizonte.
Frente
a quienes mantienen que existen vías de reforma capaces de enfrentar la
actual situación de deterioro económico y social, la realidad se empeña
en demostrar que la viabilidad de esas propuestas requiere de una
condición previa inexcusable: la modificación radical de la estructura
institucional, de las reglas de funcionamiento y de la línea ideológica
que guía el funcionamiento de la Eurozona.
El
problema de fondo es que ese marco resulta funcional y esencial para el
proceso de acumulación del gran capital europeo; pero, también, y es
algo que debemos mantener permanentemente presente, para que Alemania
consolide tanto su papel protagónico en Europa como al que aspira en la
nueva geopolítica multipolar en construcción. En este sentido, pueden
plantearse al menos dos argumentos básicos que refuerzan la tesis de la
necesidad de la ruptura del marco restrictivo impuesto por el euro si se
desea abrir el abanico de posibilidades para optar a una salida de esta
crisis que permita una mínima posibilidad emancipatoria para el
conjunto de los pueblos europeos.
El
primer argumento es que la solución que se está imponiendo frente a
esta crisis desde las élites dominantes a nivel europeo es, en sí misma,
una solución de ruptura por su parte y a su favor. Las políticas de
austeridad constituyen la expresión palmaria de que esas élites se
encuentran en tal posición de fuerza con respecto al mundo del trabajo
que pueden permitirse romper unilateral y definitivamente el pacto
implícito sobre el que se habían creado, crecido y mantenido los Estados
de bienestar europeos. Esas élites saben perfectamente que una clase
trabajadora precarizada, desideologizada, desestructurada y que ha
perdido ampliamente su conciencia de clase es una clase trabajadora
indefensa y sin capacidad de resistencia real para preservar las
estructuras de bienestar que la protegían de las inclemencias de la
mercantilización de los satisfactores de necesidades económicas y
sociales básicas. Las concesiones hechas durante el capitalismo fordista
de posguerra están en trance de ser revertidas porque, además, en la
privatización de esas estructuras de bienestar existe un nicho de
negocio capaz de facilitar la recuperación de la caída en la tasa de
ganancia.
El
segundo argumento es que no puede olvidarse, como parece que se hace,
la naturaleza adquirida por el proyecto de integración monetaria europeo
desde que se creó y comenzaron a actuar las dinámicas económicas que el
mismo promovía a su interior. El problema esencial es que la Eurozona
es un híbrido que no avanza en lo federal, con y por todas las
consecuencias que ello tendría en materia de cesión de soberanía, y se
mantiene exclusivamente en el terreno de lo monetario porque esa
dimensión, junto a la libertad de movimientos de capitales y bienes y
servicios, basta para configurar un mercado de grandes dimensiones que
permite una mayor escala de reproducción de los capitales, que elimina
los riesgos de devaluaciones monetarias competitivas por parte de los
Estados y que facilita la dominación de unos Estados sobre otros sobre
la base de la aparente neutralidad que se le atribuye a los mercados.
Por
lo tanto, Europa –y, con ella, su expresión de “integración” más
avanzada que es el euro– se ha convertido en un proyecto exclusivamente
económico puesto al servicio de la oligarquías industriales y
financieras europeas con el agravante de que, en el proceso, han
cooptado a la clase política, tanto nacional como supranacional,
secuestrando con ello los mecanismos de intervención política sobre la
dinámica económica y restringiendo los márgenes para cualquier tipo de
reforma que no actúe en su beneficio. En consecuencia, este espacio
difícilmente puede ser identificado y defendido por las clases populares
europeas como la Europa de los Ciudadanos a la que en algún momento
aspiró la izquierda.
II
De
hecho, existe una serie de elementos que explican por qué el euro haya
sido, desde la perspectiva de los pueblos europeos, un proyecto fallido
desde su mismo inicio: por un lado, tanto las políticas de ajuste
permanente que se articularon durante el proceso de convergencia previo a
la introducción del euro como las políticas que se han mantenido desde
su entrada en vigor han restringido las tasas
de
crecimiento económico con el consecuente impacto sobre la creación de
empleo; por otro lado, la ausencia de una estructura fiscal de
redistribución de la renta y la riqueza o de cualquier mecanismo de
solidaridad que realmente responda a ese principio ha dificultado la
reducción de los desequilibrios de las condiciones de bienestar entre
los ciudadanos de los Estados miembros; y, finalmente, también debe
resaltarse que las asimetrías estructurales existentes entre las
distintas economías al inicio del proyecto se han ido agravando durante
estos años, reforzando la estructura centro-periferia al interior de la
Eurozona y apuntalando la dimensión productiva de la crisis actual.
Si
a todo ello se le añade el que las políticas encaminadas a salvar el
euro son políticas dirigidas a preservar los intereses de la élite
económica europea en contra del bienestar de las clases populares, la
resultante es que se reafirma la idea del distanciamiento acelerado de
la posibilidad de identificar a la Eurozona con un proceso de
integración que los pueblos europeos puedan reconocer como propio y
construido a la medida de sus aspiraciones.
Puede
concluirse, entonces, que el euro –y entiéndaselo no sólo como una
moneda en sí misma, sino como todo un sistema institucional y una
dinámica funcional puesta al servicio de la reproducción ampliada del
capital a escala europea– es la síntesis más cruda y acabada del
capitalismo neoliberal. Un tipo de capitalismo que se desarrolla en el
marco de un mercado único dominado por el imperativo de la
competitividad y en el que, además, se ha producido un vaciado de las
soberanías nacionales –y no digamos de las populares–, en beneficio de
una tecnocracia que actúa políticamente a favor de las élites europeas y
en menoscabo de las condiciones de bienestar de las clases populares.
Y
si coincidimos en que para éstas últimas la creación del euro se trata
de un proyecto fallido, la cuestión que inmediatamente se plantea es qué
pueden hacer, al menos las de los países periféricos sobre los que está
recayendo con mayor intensidad el peso del ajuste, frente a un futuro
tan poco esperanzador y en el que las opciones de reforma en un sentido
solidario se van bloqueando con candados cada vez más férreos. La
respuesta a esta cuestión va a depender de cuál sea la concepción que se
tenga de la crisis actual, de las dinámicas que la mantienen activa y
de las perspectivas de evolución de las relaciones políticas y
económicas al interior de la Eurozona que pudieran revertir la situación
actual o, en sentido contrario, consolidarla.
III
A
mi modo de ver, la crisis presenta en estos momentos dos dimensiones
difícilmente reconciliables y que facilitan la consolidación del status
quo actual.
La
primera dimensión es financiera y se centra en el problema del
endeudamiento generalizado que, en el caso de la mayor parte de los
países periféricos, se inició como un problema de deuda privada y se
convirtió en uno de deuda pública cuando se rescató –y, por tanto, se
socializó– la deuda del sistema financiero. Los niveles que ha alcanzado
el endeudamiento, tanto privado como público, son tan elevados que es
imposible que esa deuda pueda reembolsarse completa, y eso es algo de lo
que se debe ser plenamente consciente por sus consecuencias prácticas.
De eso, y del hecho de que, privados de moneda nacional y con unas tasas
de crecimiento del ratio deuda/PIB muy superiores a las de la tasa de
crecimiento económico, la carga de la deuda se hace insostenible y se
convierte en una bomba de relojería que en algún momento estallará sin
remedio.
La
segunda dimensión es real y se concreta en las diferencias de
competitividad entre las economías centrales y las economías
periféricas. Esas diferencias se encuentran, entre otros factores, en el
origen de la crisis y el problema de fondo es que no sólo no están
disminuyendo sino que se están ampliando. Es más, la lectura de la
reducción de los desequilibrios externos de las economías periféricas al
interior de la Eurozona como un síntoma de que estamos en tránsito de
superación de la crisis es manifiestamente perversa porque desconsidera
la tremenda repercusión del estancamiento económico sobre las
importaciones.
El
vínculo de conexión entre ambas dimensiones de la crisis lo constituye
la posición dominante alcanzada por los países centrales frente a los
periféricos y, en concreto, la posición alcanzada por Alemania en el
conjunto de la Eurozona, no sólo relevante por su peso económico sino
también por su control político de las dinámicas de reconfiguración de
la Eurozona que se están desarrollando con la excusa de ser soluciones
frente a la crisis pero que actúan, de hecho, reforzando su hegemonía.
Si
a ello se le añaden las peculiaridades de su estructura productiva,
caracterizada por la debilidad crónica de su demanda interna –y, por
tanto, por la existencia recurrente de exceso de ahorro nacional– y la
potencia de su demanda externa –fundamento de sus superávits comerciales
continuos–, comprobaremos cómo lo que parecía un círculo virtuoso de
crecimiento para toda la Eurozona se ha acabado convirtiendo en un yugo
sobre las economías periféricas, principal destino de los flujos
financieros a través de los que Alemania rentabilizaba sus excedentes de
ahorro interno y comerciales reciclándolos en forma de deuda externa
que colocaba en dichas economías.
De
esa forma, Alemania ha reconvertido su posición acreedora en una
posición de dominación cuasi hegemónica que le permite imponer las
políticas necesarias a sus intereses. Esto implica, en la práctica, que
cualquier solución de naturaleza cooperativa para resolver la crisis es
automáticamente rechazada mientras que se refuerzan, por el contrario,
los planteamientos de naturaleza competitiva entre economías cuyas
desigualdades en términos de competitividad ya se han demostrado
insostenibles en un marco tan disímil y asimétrico como el de la
Eurozona.
Y,
así, resulta tan trágico como desolador asistir a la aquiescencia con
la que los gobiernos de la Eurozona periférica asumen y aplican
políticas que están agravando las diferencias estructurales
preexistentes y que, por lo tanto, no hacen sino acentuar las
diferencias en términos productivos y de bienestar entre el centro y la
periferia sin que pueda existir ningún viso de solución a través de las
mismas: los procesos de deflación interna no sólo merman la capacidad
adquisitiva de las clases populares sino que, además, elevan la carga
real de la deuda a nivel interno tanto de la deuda privada (por la vía
de la deflación salarial) como de la deuda pública (por el diferencial
entre las tasas de crecimiento del producto interior bruto y de la deuda
pública), con el agravante añadido de que cualquier apreciación del
tipo de cambio del euro se traduce en una erosión de las ganancias de
competitividad espurias conseguidas por la vía de la deflación salarial.
Se trata, por tanto, de un camino hacia el abismo del subdesarrollo.
Es
por ello por lo que, si no se producen cambios estructurales radicales
(que pasan todos ellos por mecanismos de transferencias fiscales
redistributivas), la Eurozona se consolidará como un espacio asimétrico
de acumulación de capitales en el que las economías periféricas se verán
condenadas a desenvolverse en alguna de las soluciones de equilibrio
sin crecimiento posibles, por utilizar un eufemismo economicista, o, en
el peor de los casos, aquélla acabará saltando parcial o totalmente por
los aires.
El
problema es que esas reformas radicales no sólo no aparecen en la
agenda europea, sino que son sistemáticamente vetadas por Alemania. De
hecho, creo que es fácilmente constatable cómo en estos momentos, en el
seno de la Eurozona, existen tensiones entre los intereses de las élites
económicas y financieras europeas y los de las clases populares del
conjunto de la Eurozona, más intensas en el caso de las de los Estados
periféricos; entre los intereses de Alemania y otros Estados del centro y
los de los Estados de la periferia; y entre las propuestas de solución
de la crisis impuestas por dichas élites y Estados y la lógica económica
más elemental, la que queda expresada en las principales identidades
macroeconómicas que recogen las interrelaciones entre los balances de
los sectores privado, público y externo de las economías de la Eurozona.
Todas esas tensiones, debidamente gestionadas por quienes detentan el
poder en los diferentes ámbitos de expresión del mismo, son funcionales a
la consolidación de una Eurozona asimétrica, en el sentido ya señalado,
y dominada por Alemania.
IV
Pero,
además, esas tensiones ciegan la posibilidad de una salida a la crisis
para las clases populares que no sea de ruptura, tal y como se apuntó al
inicio de este texto. El problema se presenta cuando quienes únicamente
están planteando esa posibilidad de ruptura unilateral, de salida del
euro, son los partidos nacionalistas de extrema derecha, apropiándose de
un sentimiento de insatisfacción popular creciente contra el euro,
frente a una izquierda que sigue invocando la opción por unas reformas
que confrontan directamente con los intereses de quienes han puesto a su
servicio las potencialidades de dominación imperial por la vía
económica que facilita el euro. Desde ese punto de vista, sería oportuno
dejar de visualizar al euro meramente como una moneda y pasar a
asimilarlo a un arma de destrucción masiva que está destruyendo no sólo
el bienestar de los pueblos europeos sino, también, el sentimiento
europeísta basado en la fraternidad entre esos pueblos que tanto trabajo
costó construir.
El
problema de credibilidad se agrava para la izquierda cuando, para
promover las reformas necesarias, se apela a la activación de un sujeto,
la “clase trabajadora europea”, que actúe como vanguardia en la
transformación de la naturaleza de la Eurozona. Y es que la situación de
la clase trabajadora en Europa nunca se ha encontrado más deteriorada
en lo que a conciencia e identidad de clase se refiere, sin que ello
merme un ápice el hecho incontestable de que la relación salarial sigue
siendo la piedra de toque esencial del sistema capitalista. Como
escribía recientemente Ulhrich Beck, vivimos la tragedia de estar en
momentos revolucionarios sin revolución y sin sujeto revolucionario. Ahí
es nada.
En
todo caso, el horizonte se clarificaría si la izquierda fuera capaz de
dar una respuesta creíble a una cuestión que se niega a considerar y
que, sin embargo, puede manifestarse más pronto que tarde en el
escenario europeo y, concretamente, en Grecia: ¿qué podría hacer un
gobierno de izquierdas que alcanzara el poder en un único país de la
periferia? ¿Debería esperar a que estuvieran dadas las condiciones
objetivas en el resto de la Eurozona para proceder a su reforma, siendo
conscientes que eso exige el voto unánime de 27 Estados, o debería
aprovechar la ventana de oportunidad que la historia le ha permitido
abrir y promover la salida de ese Estado del euro?
Evidentemente,
la respuesta no es fácil pero tampoco cabe hacerse trampas al
solitario. Para ello es necesario reconocer de partida que, en el marco
del euro, no hay margen alguno para políticas realmente transformadoras
que actúen en beneficio de las clases populares. Es más, me atrevería a
afirmar que en ese marco no hay margen alguno para la política porque
ésta ha sido secuestrada por el tipo de institucionalidad desarrollada
para dar carta de naturaleza a una moneda que carece detrás de cualquier
tipo de proyecto de construcción de una comunidad política integradora
de los pueblos de Europa. Es por ello que resulta un contrasentido
reclamar procesos constituyentes cuando la condición de posibilidad
previa para que ese proceso pueda realizarse con plenitud es la ruptura
con el marco institucional, político, económico y legal que impone el
euro. Una comunidad sólo puede refundarse a través de un proceso
constituyente si lo hace sin restricciones de partida previas, impuestas
desde fuera y que actúan, para más inri, en detrimento de los intereses
de las mismas clases populares que reclaman ese proceso constituyente.
O,
por decirlo en otros términos, la ruptura con el euro no es condición
suficiente pero sí necesaria para cualquier proyecto de transformación
social emancipatorio al que pueda aspirar la izquierda. Por lo tanto,
reivindicar la revolución en abstracto y, simultáneamente, tratar de
preservar la moneda europea y las instituciones y políticas que le son
consustanciales en esta Europa del Capital hasta que se den las
condiciones europeas para su reforma, constituye una contradicción en
los términos que resta credibilidad ante unas clases populares que
parecen haber identificado al enemigo con mayor claridad que los
dirigentes de la izquierda.
Es
por ello que hasta que esa contradicción no sea asumida y superada y
los discursos políticos y económicos sean ambos de ruptura y corran en
paralelo; hasta que la salida del euro sea percibida no sólo como un
problema, sino también como parte de la solución a la situación
dependiente de las economías periféricas al abril el horizonte de
posibilidades para recomponerse como economías y buscar su senda de
desarrollo en la producción y provisión de bienestar de una forma más
autocentrada y menos dependiente de su inserción en la economía mundial;
hasta que deje de atenazarnos el miedo a romper las cadenas del euro
por carecer de certezas absolutas sobre cómo podría ser la vida fuera
del mismo, de la misma forma que atenazaba a quienes se negaban a romper
con el patrón oro tras la Gran Depresión de los años treinta del siglo
pasado; hasta que todo eso no ocurra sólo me queda pronosticar, con
pesar, un largo periodo de sufrimiento social y económico para los
pueblos y trabajadores de la periferia europea.
(*) Alberto Montero Soler es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga.